En un vagón
El ambiente de las viejas estaciones de tren es especial, porque se encuentran impregnadas de sentimientos. Si se mira al suelo, parecen...

Esta historia comienza en una estación, esperando un tren que se retrasaba una y otra vez.
Alberto
se desesperaba cada vez que leía en el panel informativo que el tren
procedente de Salamanca iba con retraso. Había llegado muy pronto,
confundiendo la puntualidad con el deseo. Mientras otros trenes llegaban
a su hora, el que él esperaba se demoraba, todo por culpa de la intensa
lluvia provocada por la primera borrasca del invierno que impidió que
el viaje fuese al ritmo normal y deseado.
Una borrasca, la impaciencia y el amor a distancia.
En el vagón, a media luz, Laura leía El amor en tiempos del cólera
intentando matar el tiempo. Llevaba más de tres horas de un lento y
desesperante viaje. Estaba deseando llegar y abrazar a Alberto después
de dos meses de relación a distancia tras haberse conocido en una web de
citas, un tiempo que intentaron sobrellevar con conversaciones
telefónicas interminables y selfies con sonrisas que maquillaban la
tremenda pesadumbre de la distancia.
El tren se paró.
No
pudo continuar por las grandes balsas de agua que se habían acumulado
en diferentes zonas del camino. Y en medio de la nada, con un diluvio
intermitente, la opción de trasladar a los pasajeros en autobús hasta su
destino fue descartada, porque era más seguro esperar en la zona
elevada en la que se encontraba el tren que arriesgar a dejarlo en una
laguna de aguas pluviales. La percusión de las gotas de lluvia en el
techo de los vagones se convirtió en un ritmo desesperante en medio de
la oscuridad, un martilleo que hacía más insoportable la espera.
Cancelado.
En
el panel informativo de la estación ya no se exponía ningún retraso,
sino que el viaje estaba cancelado. Alberto acudió a la oficina de
información de la estación para que le explicaran qué pasaba, donde un
señor mayor con cara de cansancio acumulado le fue dando detalles. Lo
tranquilizó diciéndole que los pasajeros se encontraban bien y que
tenían víveres en la vagón-cafetería para pasar la noche, así que el
mejor consejo que podría darle es que regresara a su casa y no se
preocupase.
Mientras,
a trescientos kilómetros de distancia, la tormenta arreciaba de nuevo.
Los truenos hacían vibrar los vidrios de las ventanillas y los pasajeros
empezaban a ponerse nerviosos. Para colmo, no era posible contactar
telefónicamente desde aquel lugar apartado porque los repetidores y
antenas más cercanos se habían visto afectados. Cada vez que Laura
intentaba llamar a Alberto el móvil no daba señal, y los mensajes que le
mandaba quedaban en la bandeja de salida sin confirmación de recepción.
- Me encanta Gabriel García Márquez – le dijo un apuesto joven a Laura señalando el libro que ella había dejado el asiento vacío junto al suyo.
- A mí también, es genial – respondió con una tímida sonrisa.
- ¿Puedo sentarme? – preguntó el joven.
- Claro.
Empezaron
a hablar del terrible temporal que los había dejado allí tirados,
confirmándose mutuamente que ninguno había vivido antes unas lluvias así
de intensas. Compartieron el miedo que habían sentido hacía unos
minutos cuando el viento hizo tambalearse a los vagones con fuerza. Él
le comentó que tendría que estar el sábado por la mañana en la boda de
un amigo en la que sería testigo, pero esos planes se antojaban
imposibles dada la situación.
- ¿Y tú, por qué viajas?
Laura permaneció unos segundos en silencio para finalmente responder que le daba un poco de vergüenza contárselo.
- ¿Has conocido a alguien por internet y habéis quedado en una cita real?
La
sonrisa y el sonrojo de Laura la delató. Le confesó que era la primera
vez que lo hacía, que creía que se había enamorado de Alberto y que por
eso quedó con él, para intentar confirmar sus sentimientos.
- ¿Sabes qué? Te has enamorado de ese chico porque no me has conocido a mí antes.
Ella
quedó un poco desconcertada por el comentario tan descarado, mientras
él la miraba con una leve sonrisa que poco a poco la iba prendando.
Cogió un papel amarillo que había en el asiento al otro lado del pasillo
y recortó cuidadosamente con sus dedos una figura que quería parecerse a
una flor.
-
Toma. García Márquez siempre tenía flores amarillas en su casa. Pensaba
que le traían suerte. Espero que esta también te la traiga a ti con tu
chico.
Se
levantó sin perder su sonrisa y se dirigió a su asiento. Cuando estuvo
sentado en él, levantó el brazo para que Laura viera lo que tenía en su
mano, una edición de bolsillo de El coronel no tiene quién le escriba.
No
volvieron a hablar en todo el viaje, aunque Laura no podía dejar de
pensar en él. Unos pocos minutos y unas cuantas frases habían borrado
las horas y horas de conversaciones telefónicas y mensajes con Alberto.
Al
cabo de un buen rato, el tren retomó su marcha, de forma lenta e
indecisa. Un equipo de emergencia había inspeccionado las vías y no
estaban tan afectadas como se temía en un principio. La lluvia
torrencial había dado paso a una leve llovizna y todo hacía presagiar
que se podría completar el trayecto sin problemas. Laura se reuniría con
Alberto y el joven del tren llegaría a la boda.
De
aquello han pasado un par de meses. Ayer estuve con Laura tomando un
café en esa cafetería que tanto le gusta, a la que tenía pensado llevar a
Alberto para que probase el delicioso brownie con helado de vainilla
que tienen en la carta. Me contó que en persona no congeniaron y que
siempre tendrá la duda de saber si eso fue debido a su breve encuentro
con el joven del tren en aquel turbulento viaje.
De
lo que no tiene ninguna duda es de la historia perdida que se quedó en
el vagón y que, con frecuencia, la visita antes de dormir.